En búsqueda de una experiencia estética simétrica

«Llevo el recuerdo de la pieza no sólo como una imagen, sino como una experiencia: conozco su efecto en mi cuerpo y en mi ánimo.»

Por Elizabeth G. Frías

Twitter: @elinauta

«A walk through a museum of art should amount to a structured encounter with a few of the things that are easiest for us to forget and most essential and life-enhancing to remember.»

—Alain de Botton

En un viaje reciente visité una exposición que traza un recorrido amplísimo por el arte concreto, abstracto y cinético del siglo XX a través de nociones como espacio, luz, textura y movimiento. Muchas de las piezas son inmersivas e involucran al público: hay algunas con espejos giratorios, otras que proyectan texturas sobre el cuerpo de quienes se acercan y unas más que hacen sonidos o se encienden. Los textos explicativos abundan en las paredes, hay una app que se puede descargar en el celular y un par de catálogos que analizan la muestra: la información no escasea. Además, muchas de las piezas tienen el suficiente atractivo como para invitar a los visitantes a detenerse, rodearlas e interrogarlas un momento con la mirada.

Aún así, la muestra corre el riesgo de convertirse en un parque de diversiones, en un espectáculo en el que sólo las piezas más escandalosas merecen la atención —que se limita a tomar una foto veloz con el celular y seguir caminando—. Al final, la impresión de la mayoría no va más allá de un inventario de obras coloridas y de sensaciones fuertes que se relacionan con un par de palabras sueltas: movimiento, luz, óptica, percepción. Nada que transforme el día a día, sólo un dato más para su almacén de cultura. Me parece decepcionante, ya que esas piezas implicaron para los artistas una búsqueda que no es sólo intelectual, y rara vez esa búsqueda alcanza a los espectadores.

Los museos están diseñados para presentar el arte de una forma pretendidamente neutra, pero que en realidad encierra muchos supuestos. Uno de los más vigentes es que se trata de objetos dignos de respeto. Se les coloca sobre pedestales, con marcas de seguridad que uno no debe rebasar. Hay un guardia observando cada movimiento que hacemos y una cámara de video que registra lo que sucede. Además, desde la entrada nos recibe un texto, casi siempre complejo, lleno de referencias históricas y tecnicismos, que parece asegurarnos que, si no comprendemos el entramado teórico que sostiene la pieza, no tendremos forma de aproximarnos a ella. Los textos y las cámaras nos indican que lo que hay que preparar es el intelecto, para acercarse a la pieza en silencio y entonces entender. Por supuesto, sucede precisamente lo contrario. Muchos salimos del museo preguntándonos qué puede significar lo que acabamos de ver. Y eso está bien para quien decide continuar la búsqueda, investigar y pensar al respecto pero, aún así, se reduce a un encuentro intelectual.

Una pieza puede ser mucho más. Un amigo tiene una costumbre poco común: cada que le hablo de una película, una pieza o un libro que haya leído, pregunta en qué me cambió eso que vi o leí. No acepta un simple “Me gustó tal escena” o “La historia es interesante”. Claro que no siempre es posible responder. Pero siempre es valioso hacerse la pregunta.

¿Cómo te acompañaría esta pieza en tu “viaje a los límites”? ¿Cómo te enriquece? ¿Cómo la enriqueces tú a ella?

¿Cómo sería un museo cuyo espacio estuviera diseñado para privilegiar esas preguntas? En este texto, Alain de Botton sugiere que los museos podrían ser espacios en los que nos encontráramos con las cosas más esenciales, cosas que destacan y realzan la vida. ¿Cuál sería la diferencia? Espacios diseñados más para la experiencia que para la comprensión intelectual. Invitaciones a interactuar con las piezas, un ambiente menos restrictivo y textos menos invasivos serían un excelente comienzo. Pero también es imprescindible una actitud distinta por parte de los visitantes. Se requiere una disposición abierta y receptiva, en la que no sólo la mente y la mirada estén alerta. Una actitud contemplativa, siempre que entendamos esto como algo no sólo mental: la contemplación puede hacerse con el cuerpo, con el ánimo, con la memoria, con la sensibilidad, con la persona entera. En textos que he leído últimamente acerca del Budismo, encontré un pasaje que compara esta actitud con aquella que se alcanza en la meditación. Se trata de una “atención desnuda”, una conciencia simple de lo que sucede, en la que somos capaces de separar nuestras reacciones mentales y emocionales. El autor cita a James Joyce: si acercas la obra hacia ti, la experiencia se vuelve pornográfica, pero si te alejas demasiado, se vuelve criticismo. Para expresarlo mejor, utiliza un haiku:

An old pond
A frog jumps in,
Plop.

El estanque es la mente —despierta, receptiva—; la rana es algo que sucede: un pensamiento, un sentimiento. El plop son las reverberaciones que esto provoca: ideas, turbación, tal vez enojo, tal vez incluso tensión en el cuerpo. Si esto sucede durante la meditación, quien medita sería capaz de observar sus reacciones y distinguirlas de lo que sucede, saber si son placenteras o no, observar cómo se mezclan y cambian. No se identifica por completo con ellas, pero tampoco las percibe como algo ajeno a él. Este estado de atención y apertura es propicio para un encuentro con una pieza. El autor lo describe también como una especie de simetría en la que quien observa y la obra se realzan mutuamente: los límites entre sujeto y objeto se desdibujan.

He tenido la fortuna de entrar en esa simetría con algunas piezas. Recuerdo con mucha intensidad una sala dedicada a Turner en el MET. Yo jamás había escuchado hablar de él: tuve que buscar su nombre después. Me sucedió lo mismo con Mis manos son mi corazón, de Orozco, en el Museo Tamayo:

Con Giuseppe Penone, la simetría es frecuente. Recuerdo en especial una pieza en el MoMA, Propagazione. Al dar la vuelta a una esquina, aparecía una pared entera con marcas de lápiz que semejaban los anillos de un tronco: trazos expansivos, que crecían de forma concéntrica hasta ocupar el muro por completo. Al acercarse, descubrías que el centro era una huella digital. Penone estampó su huella y luego extendió las líneas por la pared. Marcó su presencia como un flujo, como un movimiento. Dejó ver el proceso y la expansión. Y yo pude percibir esa expansión y esa presencia como algo simultáneamente mío y no mío, y pude observar en mí las reacciones mentales y emocionales que provocó. Es una pieza que definitivamente me ha acompañado y enriquecido. Y ahora, años más tarde, resulta que ilustra de modo magnífico el haiku que describe esa atención simple y desnuda. En los aros concéntricos de Propagazione se dibujan no sólo las ondas que causa la rana en el estanque, sino la intención de los trazos de Penone y que se extienden hasta quien los observa; la presencia de él convertida en una evolución y mi encuentro con la pieza a partir de sus (mis) reverberaciones. Llevo el recuerdo de la pieza no sólo como una imagen, sino como una experiencia: conozco su efecto en mi cuerpo y en mi ánimo —puedo revivirlo al traerla a mi mente— y he articulado con frecuencia las ideas que despertó.

Ustedes, ¿con qué piezas —películas, canciones, libros, instalaciones, obras de teatro— han tenido una experiencia estética simétrica?

4 comentarios en “En búsqueda de una experiencia estética simétrica

  1. ¡Simetría! : ¿equilibrio?

    ¿será acaso la simetría el espejo donde el corazón del expectante y el del artista se miran uno a otro?

    yo me quedo con el Número 14 de Pollock no hay simetría en forma, pero la hay en color, cuando blanco y negro hacen el gris que el ojo no ve, como un profundo estado de paz y de caos, para mí, simetría es estupor (profundo, largo expectante)

    Me gusta

Deja un comentario